No hubo expedición a Chichen Itza, ni túnicas ni cantos al cielo ni salto cósmico; apenas una noche larga de cruzar el umbral de la puerta del patio demasiadas veces. Mena y sus fantasías frustradas abrieron los ojos a la mañana. Estoy viva, pensó, he dormido desnuda en mi jardín esperando el final del tiempo y sigo viva. Las nalgas de lleno en el monte le daban la certeza de la tierra húmeda en la piel. La lluvia era tan sólo un rocío. Un par de huesos crujieron en su cuerpo al levantarse.
Adentro, silencio.
Los gemelos dormían, Ricardo dormía, los invitados dormían. La vida continuaba grotesca, humillada por su propia resaca: copas medio vacías, botellas, nueces blandas, servilletas llenas de secretos. Mena le tenía una fobia particular a las servilletas usadas.
Hubiera deseado no despertar a esta mañana. Subió a su estudio con la idea de escribir una carta al pasado, a las feministas, a su hermana, no sabía a quién. Reposó la mirada en sus pinturas, sus fotografías, los libros, las cenizas del incienso: todos cadáveres de distintas plegarias. Comenzó con la pluma:
"Hoy cumplo cuarenta años."
Hubo una larga pausa. Hubo pájaros tras las cortinas.
¿Y qué más había que decir? Desechó la idea por ridícula. Al fin y al cabo no tenía títulos, banderines, medallas o cicatrices de batalla para mostrar; la simplicidad de su vida de esposa y madre era el eje de un universo perfecto que estaba a la vista de todos. Mena era una muñeca que vivía feliz entre las cenas hechas, los jardines regados, el pasatiempo del arte, las pequeñas extravagancias de su credo. Bajó las escaleras sin encontrar a nadie.
Fumó, todavía desnuda, en el sofá, un riesgo innecesario, sólo porque sí. Cogió la cámara: primero se fotografió los pies, luego la mano con el cigarrillo, luego la mesa con sus sobras, luego el sexo, luego el rostro. Sin revisar el resultado, apagó la cámara. Estaba furiosa con el mundo, se sentía estafada, como si hubiera comprado un boleto a la muerte y ahora no tenía derecho a reclamos.
La luna imperfecta y sin nombre no había traído profecías en medio de un relámpago: era el silencio de esta mañana el desafío. Mena hubiera deseado no despertar a esta mañana, no sacar las cuentas de su vida y verse enfrentada a la muerte lenta de su felicidad obvia. Sin ruido y sin aspaviento, Mena se vistió y se echó a andar. Como a la lluvia, nadie le adivinaba los pasos.
(El ejercicio del mes está explicado en Adictos a la Escritura).