martes, 27 de mayo de 2014

Intacto

Hoy Lucas estaba solo junto a la puerta. Si los otros le presentían la sombra, seguían de largo. Era viernes, día de vaga libertad en que nadie quería merodear frente a la fábrica. Lucas no tenía apuro hoy ni nunca; no antes de su ritual. Dio dos golpecitos secos con el cigarrillo en el dorso de la mano y se lo colocó entre los labios, buscando con la otra mano el yesquero en los bolsillos. El chasquido fue leve y la llama, tibia. El cigarrillo, sin embargo, no ardió.

Lucas repitió el gesto dos, tres, cuatro veces. Miró el yesquero, perplejo. Intentó por quinta, sexta vez. Esta vez examinó el cigarrillo; primero la punta, luego la cola. Se preguntó si era algún truco; si era uno de esos sueños absurdos donde lo que debe ocurrir no ocurre. Siete veces, el gesto inútil. Qué carajos. Con el ceño fruncido se guardó el asunto en el bolsillo, para más tarde.

Las cuadras andadas a casa eran las mismas; también lo eran las paradas por pan y tabaco. Hoy resolvió comprar en otro quiosco, la misma marca. Añadió yesquero y papeles nuevos y echó a caminar preguntándose qué había pasado antes, en la puerta de la fábrica.

La casa estaba en silencio, la mujer aún trabajando, el balcón en penumbra tras las macetas colgadas, el viejo sillón fiel allí. El camino le había dado tiempo a Lucas de dar método a sus interrogantes. Primero se dio a repetir el gesto exacto, los factores sin alterar. Nada. Examinó el papel: seco, crujiente. Lo mismo el tabaco. Cambió de yesquero. Inútil.

Enrolló un cigarrillo nuevo con lo recién comprado: sacó el papel y colocó el montoncito de tabaco en el centro, distribuyéndolo después a lo largo. Frotaba el papel sin hacer ruido, sin arrugarlo, sin mirarlo siquiera y hacía unos cilindros perfectos, quizá un poco delgados, sellados con la poca saliva que tenía en la punta de la lengua. El primer yesquero no hizo el trabajo, tampoco el segundo. ¿Pero qué es esta mierda? Empujó el sillón ruidosamente y salió a la calle. Al diablo la investigación científica; ahora le preocupaba más la urgencia de fumar.

Compró un paquete en el quiosco y lo abrió allí mismo. Intentó un cigarrillo tras otro, tras otro. Compró un nuevo paquete, otro, otro. El hombre del tarantín lo miraba extrañado, prefiriendo guardar distancia de los lunáticos. Este por lo menos le estaba dando buen negocio, tanto mejor.

A Lucas le pareció una eternidada el camino hasta el bar. Se tragó la primera cerveza como agua, queriendo compensar la falta de una calada. Me tienen que estar jodiendo. Vino la segunda cerveza, la tercera, las demás. Ya a medianoche había a su lado un tipo caritativo, presto a escuchar la historia y a ofrecer un cigarrillo ya encendido, que apenas tocó los labios de Lucas, se apagó. Me tienen que estar jodiendo.

La noche fría no hacía nada por aliviarle la fiebre del deseo. Sin saber qué hacer, se marchó a casa elaborando posibilidades y fue directamente al balcón. Le temblaban las manos al enrollar el último cigarrillo del día. Tambaleándose de desesperación, todavía sellándolo con la punta de la lengua, llegó a la cocina y encendió la estufa. La explosión fue fenomenal. A duras penas pudieron las autoridades distinguir entre cenizas humanas y cenizas de muebles. El cigarrillo sin embargo les llamó la atención, intacto como estaba.

*

Este ha sido mi relato para el blog Adictos a la Escritura. El tema de este mes: el cuento inverosímil.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Farenheit 451, Ray Bradbury

Me encantó. Fue una lectura vertiginosa, el crescendo una especie de pájaro que arranca en vuelo y de pronto hace falta echar alas y seguirlo. La distopía que presenta Bradbury es vagamente similar a la del 1984 de Orwell en cuanto al adormecimiento de la sociedad.

Sin embargo, Farenheit 451 es, a su modo, un libro sobre la esperanza. La transformación de Montag tiene una curiosa cualidad ambivalente. Por un lado despiertan la consciencia del bien y el mal, la sospecha inteligente de lo que nadie ve y la euforia de encontrar respuestas. Por el otro lado, sus descubrimientos le llevan a cometer actos terribles que contradicen la misma  naturaleza elevada que persiguen alcanzar y proteger. Es un enfrentamiento interno épico, del que vagamente presiente las voces, y es digno del clásico héroe griego.

Siempre me he preguntado sobre el preciso instante en el que un hombre decide -en esa pausa brevísima, forzosamente llena de preguntas- ahora, el gatillo, bang, y en un relámpago otro hombre pierde la vida. Montag me ha dado una explicación espeluznante, porque en la urgencia del momento es irrefutable.

El último capítulo se desarrolla en un santiamén y aunque no es un final feliz en cuanto a las masas, lo es con respecto a un pequeño grupo de hombres, sino iluminados por la verdad (que sería muy pomposo), al menos son conscientes, están despiertos. Los pasajes sobre el abuelo de Granger hacia el final son un hermoso recordatorio de lo que significa estar vivo y supongo que conmueven porque apelan al sentido de bondad que hay en el ser humano. Lo que soy yo, no me puedo imaginar mayor romanticismo que convertirme en un libro por el bien de la humanidad. Ahí queda eso.  

(Este libro es, por cierto, parte del Reto "Leyendo a los Clásicos" del blog De Palabras Y Letras)

lunes, 19 de mayo de 2014

Dalia ha muerto

y las mujeres se afanan en la cocina y en los patios; se diría hoy que amaba su jardín y sentiríamos pena por la tierra que hoy aguanta el peso de otros pasos, sin más respuesta que sus frutas, sus cayenas, alguna que otra yerba humilde donde fijar la mirada que también busca consuelo.

Dalia ha muerto y nos ha dejado un banquete soberbio en una tarde de abril. El sol despierta a las mariposas de abanicos españoles, japoneses, que baten las alas despacio como si también supieran: hay una niña triste en la casa.

Dalia ha muerto y los viejos hablan del mar, sus barcas atracadas en el muelle del sur en señal de duelo. Algunos mastican sus nueces verdes, escupiendo sin hacer ruido, resueltos a enfrentar la hora en que los hombros les dolerán acaso un poco menos que el alma.

Dalia ha muerto y el gallo se sube al palo, grita su canto y esponja sus plumas en medio de los murmullos. Nadie lo espanta; está vivo y es su derecho. Dalia ha muerto y a nosotros sólo nos quedan las flores, una muchedumbre de abrazos, la memoria de un hombre que llora en silencio.

martes, 13 de mayo de 2014

Literatura a mi manera II: Adolescencia

Ifigenia, Diario de una señorita que escribía porque se fastidiaba, fue para mí un libro de una verbosidad contagiosa, máxime cuando a los doce años me habló en el idioma familiar de acacias, naranjos, la casa colonial de Abuelita y la hacienda de San Nicolás y al mismo tiempo me susurró la fantasía de una heroína superlativa: bellísima, elegantísima, atrevídisima en sus ideas concebidas en el París de los años veinte. Este es mi clásico personal, a lo Calvino, al que hago referencias a menudo, al que siempre vuelvo, el que me hizo comenzar a escribir mis diarios, los mismos que desaparecieron en una pira desafiante algunos años después, cosa que todavía lamento algunas veces. Ifigenia fue y siempre será para mí un libro de una verbosidad contagiosa.



Ya luego se sumaron las otras heroínas, las de carne y hueso que llegaron en una colección de biografías, regalo de mi mamá que todavía ocupa lugar de honor en la biblioteca: ahí viven juntas mujeres que quizá no me dieron la pluma, pero me dieron inspiración en aquellos tiempos, cuando no era sino una muchachita que se la pasaba soñando despierta frente a la ventana.