Me sentó mal la mudanza a la costa a mitad del año escolar; me costó entender la costumbre exasperante de las siestas, el pueblo muerto al calor del mediodía. Me costó comprender que al preguntarle a un hombre en el mercado dónde estaba el pescado, pudiera contestarme con tanta grosería: "Pa'llá, mijita, pa'onde le pegue la jediondez."
Tenía yo una profesora de Lengua y Literatura indiferente, lenta de palabras y gestos, de la que no recuerdo el nombre. Solía garabatear los cuadernos sin leerlos (una vez le di uno de geografía, sólo para constatar) y juro que hacía lo posible por conseguir que odiáramos la hora de leer a García Márquez, o los cuentos de Cortázar o el diluvio fabuloso del Popol Vuh; lo que estuviera de turno.
En ese marco leí primero El Coronel no tiene quien le escriba (la esposa, la tisis, el gallo, el camino, la condena de esa última línea) y luego Cien Años de Soledad.
Han tenido que pasar décadas y se ha tenido que tender un océano inmenso entre mi tierra y yo para que la nostalgia me hiciera regresar sobre mis pasos y me animara a releer Cien Años de Soledad. Ha sido para bien; siento que tenían que pasar los años para verdaderamente comprender que a través de los Buendía pasa la Historia (una que es común a toda América Latina), cosa que no hubiera visto entonces con todos los ensayos del mundo. Sólo ahora encontré el lirismo de los pajaritos de oro y las referencias a guerras civieles; el fenómeno del (sub)desarrollo económico; el rol en ello de la industria extranjera vía esta bananera o aquel puerto; las masacres dejadas por las dictaduras y las guerrillas.
Las cosas que no han cambiado en todo este tiempo han sido: uno, todavía tuve que dibujarme el árbol genealógico de los Buendía para diferenciar a los Aurelianos y Arcadios; y dos, el episodio de Remedios La Bella es aún mi favorito, no sé si por la escena (no tan) inverosímil del hombre colgado precariamente del techo, o por el lirismo de las sábanas hechas nube, o por el humor negro en las plegarias mezquinas de Fernanda más tarde.
Todavía hoy pienso, también, que el realismo mágico para mí tiene su tiempo y su espacio; no podría leer dos libros seguidos. Hay todavía algo en mí que me hace pensar lo mismo que en mi adolescencia; la nostalgia, la superstición y la ignorancia no son lo único que somos. Algunas veces incluso llego a preguntarme cuánto tiempo habrá de pasar antes de la literatura latinoamericana dé otros pasos y consiga trascender la sombra proyectada por tan inmenso árbol.