domingo, 25 de octubre de 2015

Cajones


Aquí, arena de dos playas lejanas
una lágrima en la almohada una noche larga
fotografías sepia: parientes de los que no hablo el idioma
las esmeraldas de la abuela, si fueran mías
perlas
la nostalgia de una aventura vieja guardada en una carta
un rosario sin plegarias
flores secas de un ramo sonriente
marcalibros sin fronteras
la memoria de mi niña una tarde en el mar
la felicidad, porque siempre llega vestida de encajes
-a veces de seda-
pañuelos que no saben decir adiós
la promesa de un poema sin recitar
un librito forrado de flores -lo que me queda de infancia-
una bailarina solitaria
un pasaporte, o dos
-la posibilidad de noches blancas y cerezos en flor-

domingo, 4 de octubre de 2015

Cien años de soledad, Gabriel García Márquez

 Me sentó mal la mudanza a la costa a mitad del año escolar; me costó entender la costumbre exasperante de las siestas, el pueblo muerto al calor del mediodía. Me costó comprender que al preguntarle a un hombre en el mercado dónde estaba el pescado, pudiera contestarme con tanta grosería: "Pa'llá, mijita, pa'onde le pegue la jediondez."

Tenía yo una profesora de Lengua y Literatura indiferente, lenta de palabras y gestos, de la que no recuerdo el nombre. Solía garabatear los cuadernos sin leerlos (una vez le di uno de geografía, sólo para constatar) y juro que hacía lo posible por conseguir que odiáramos la hora de leer a García Márquez, o los cuentos de Cortázar o el diluvio fabuloso del Popol Vuh; lo que estuviera de turno.

En ese marco leí primero El Coronel no tiene quien le escriba (la esposa, la tisis, el gallo, el camino, la condena de esa última línea) y luego Cien Años de Soledad.

Han tenido que pasar décadas y se ha tenido que tender un océano inmenso entre mi tierra y yo para que la nostalgia me hiciera regresar sobre mis pasos y me animara a releer Cien Años de Soledad. Ha sido para bien; siento que tenían que pasar los años para verdaderamente comprender que a través de los Buendía pasa la Historia (una que es común a toda América Latina), cosa que no hubiera visto entonces con todos los ensayos del mundo. Sólo ahora encontré el lirismo de los pajaritos de oro y las referencias a guerras civieles; el fenómeno del (sub)desarrollo económico; el rol en ello de la industria extranjera vía esta bananera o aquel puerto; las masacres dejadas por las dictaduras y las guerrillas.

Las cosas que no han cambiado en todo este tiempo han sido: uno, todavía tuve que dibujarme el árbol genealógico de los Buendía para diferenciar a los Aurelianos y Arcadios; y dos, el episodio de Remedios La Bella es aún mi favorito, no sé si por la escena (no tan) inverosímil del hombre colgado precariamente del techo, o por el lirismo de las sábanas hechas nube, o por el humor negro en las plegarias mezquinas de Fernanda más tarde.

Todavía hoy pienso, también, que el realismo mágico para mí tiene su tiempo y su espacio; no podría leer dos libros seguidos. Hay todavía algo en mí que me hace pensar lo mismo que en mi adolescencia; la nostalgia, la superstición y la ignorancia no son lo único que somos. Algunas veces incluso llego a preguntarme cuánto tiempo habrá de pasar antes de la literatura latinoamericana dé otros pasos y consiga trascender la sombra proyectada por tan inmenso árbol.