domingo, 20 de mayo de 2018

El corazón es un cazador solitario, Carson McCullers

De todos los libros que leí el año pasado, este es el que me ha quedado rondando más en la cabeza por su fuerza, su simplicidad y su universalidad en cuanto a la soledad y la búsqueda interior inherentes a la condición humana.

En la vida en un pequeño pueblo del sur norteamericano, del que no se menciona el nombre, las interacciones entre habitantes son cotidianas y breves, sin sorpresa, sin conflicto. Cada personaje es, sin embargo, un peregrino que busca oídos a sus problemas, sus sueños, sus tesis de vida, sus soluciones. Cada personaje está tan  consumido por su voz interior que es incapaz de escuchar a los otros, y este gran desencuentro colectivo es la eterna tragedia humana, el eje del libro.

En el centro de este eje, está el sordomudo John Singer, quien alquila una habitación en casa de la familia Kelly, donde la adolescente Micky vive con su familia. Sus días transcurren apaciblemente entre su nuevo hogar, su trabajo, cenas en el bar local, y ausencias ocasionales del pueblo: Singer visita a su amigo sordomudo Spiros en el manicomio, en un esfuerzo vano por reanudar la amistad que tenían antes de las primeras señales de locura.

La condición de Singer es un elemento doblemente clave en el hecho de convertirse en el depositario de confidencias de varios de los personajes, y no poder hablar de sus propias carencias. Su propia incapacidad de comunicarse ejemplifica la tendencia humana a proyectar lo interno en lo externo:

“Los ricos pensaban que era rico y los pobres lo consideraban otro hombre pobre como ellos mismos. Y no había manera de probar la falsedad de estos rumores que crecieron hasta hacerse maravillosos, reales. Cada hombre describía al mudo como deseaba que fuera.”

Mientras tanto, Singer le escribe en vano a Spiros:

“Son todas personas muy ocupadas (...) Con esto no quiero decir que trabajan día y noche, sino que tienen muchos asuntos en la cabeza que no los dejan descansar.  Vienen a mi habitación y me hablan hasta que no logro entender como una persona puede abrir y cerrar tanto la boca sin agotarse (...) Y todos tienen algo que aman más que comida, vino, sueño o la compañía de amigos. Por ello es que están tan ocupados siempre.”

Los “muchos asuntos” que cada personaje tiene en la cabeza son un vasto universo, exquisitamente entretejido, que va desde amores no correspondidos hasta incisivas críticas al sistema social. De todos los dramas que se desarrollan, el de la jovencita Micky atrapada en el umbral de la adolescencia es el más bellamente desolador, el que mejor le sirve de voz a algunas de las reflexiones más profundas de McCullers hacia el final del libro, que no puedo citar sin desvelar el desenlace de la trama. He archivado este libro en el anaquel dedicado a mis favoritos, los primeros en ser rescatados en caso de incendio, y me parece uno de los mejores que he leído en algún tiempo, tal vez junto a Las Uvas de la Ira.

martes, 15 de mayo de 2018

Luz al final del laberinto

Anoche soñé con Gus. Estábamos en Nueva York que, transfigurada y extrapolada como sucede en los sueños, era pequeña y de calles angostas y atiborradas como las calles del casco central en Caracas. Habíamos quedado en encontrarnos, y siendo ambos extranjeros en la ciudad, tuvimos un desencuentro que sufría además de la doble angustia de saber que el otro estaba cerca, quizás a un par de cuadras, y no podernos decir: estoy en la calle tal, al lado de tal plaza, nos conseguimos en tal café.

Estaba yo en el Ground Zero, que en mi sueño era un museo subterráneo y gris donde se hacían visitas guiadas a ninguna parte excepto a la memoria intangible de miles de fantasmas. Las escaleras mecánicas se movían de tal manera que a pesar de intentarlo no conseguía yo salir de ahí al encuentro con Gus.

De una esquina milagrosa apareció mi querida Semíramis que logró finalmente juntarnos y de la misma manera desapareció por algún otro recoveco de la ciudad. Luego Gus y yo dimos vueltas en el carro mientras teníamos alguna conversación literaria-filosófica de aquella nacidas en nuestras tertulias, y este fue nuestro último intercambio de palabras, comenzando con él:

-¿Sabes por qué decidí que íbamos a ser amigos?
-No...
-Hubo un día, quizás no te acuerdas, y yo te dije que éramos una raza sin esperanza, una cuerda de desahuciados, ¿y sabes lo que me dijiste?
-No...
-Dijiste “¡Pero si tenemos miles de estrellas!”

Y me desperté contenta con ese optimismo de palabras que, sin ser lo natural en mí en el mundo real, es contagioso esta mañana.